jueves, 28 de mayo de 2009
Mujeres saharauis desminando el Sáhara Occidental
Reportaje de Valeria Saccone, fotos de Pablo Balbontín/Yo Dona
En medio del Sáhara, tres mujeres y tres hombres caminan entre la arena envueltos en pesados chalecos azules. Las chicas llevan sus cabezas cubiertas por un turbante y su cara protegida por una máscara de plástico transparente. Alrededor de su cintura, unos artilugios pitan cada vez que se topan con algún objeto metálico. Sus piernas se mueven dentro de un endeble rectángulo amarillo, que es parte de su equipamiento. Todo acontece en la máxima lentitud. Exploran el territorio con movimientos prudentes que recuerdan los discretos pasos de un puma.
Las chicas se llaman Toufa, Chaia y Mariam, y son las primeras y únicas mujeres saharauis que trabajan en el programa de desminado del Sáhara Occidental. Desde hace un año, arriesgan su vida para desactivar minas antipersona, bombas de racimo, misiles y todo tipo de artefacto explosivo enterrado en el desierto. «Antes de comenzar este trabajo, no tenía ni idea de que hubiese tantas minas en nuestra tierra», reconoce Mariam Zaid Ahmar, 23 años y una mirada tan firme y profunda, que parece desmentir el hecho de que es la más joven del equipo. «Nunca en mi vida había visto una mina de cerca, a lo sumo en la televisión», asegura Toufa Brahim Balel, enfundada en una melfa rosa, el traje tradicional del Sáhara.
Hasta 10 millones de minas y bombas de racimo se ocultan a lo largo de los 2.700 kilómetros que mide el muro de la vergüenza. Así se refieren los saharauis a la enorme fortificación que separa el Sáhara ocupado por Marruecos, desde 1975, de los territorios reconquistados por el Frente Polisario durante 16 años de una guerra sangrienta, que acabó en 1991 y dejó centenares de muertos entre la población civil. Es una larga herida de alambre de espino y arena que rompe en dos un pueblo y su país. El reino alauí lo construyó en los años 80 para repeler los ataques de los guerrilleros saharauis, y llegó a gastarse en su mantenimiento la cifra astronómica de tres millones de dólares diarios. Vigilado permanentemente por 165.000 soldados armados hasta los dientes, el muro del Sáhara está considerado como el mayor campo de minas del mundo. Desde 2006, la ONG británica Landmine Action (LMA) lucha para recuperar este territorio martirizado por las bombas y muy rico en fosfatos, una materia prima muy valiosa para la fabricación de fertilizantes y la verdadera razón de este conflicto olvidado.
En el Sáhara LMA ha instalado su cuartel general en Tifariti, una pequeña aldea del desierto a 600 kilómetros de Tindouf (Argelia), donde 200.000 refugiados saharauis malviven desde hace 33 años en campamentos precarios, y en condiciones humanas y sanitarias desesperadas. Tifariti es un emblema en la reciente historia de los saharauis. Aquí recalaron los primeros refugiados tras la ocupación de Marruecos, después de la retirada de España. Sobre estos campamentos improvisados cayeron las bombas marroquíes de napalm y fósforo blanco, en 1976. Desde entonces, este poblado está habitado sólo por nómadas y un puñado de militares polisarios que defienden los territorios arañados a los marroquíes a costa de muchas pérdidas humanas.
Una escuela sin alumnos, un hospital sin pacientes y una decena de casas en ruinas, construidas en la época de la colonización española, son los únicos edificios de este asentamiento. Aquí, YO DONA encontró a las mujeres de las minas. «Mis amigas se sorprendieron cuando les conté que iba a trabajar en este proyecto», recuerda Toufa, de 28 años. «Alguna me dijo que podría ser peligroso pero, al final, tanto ellas como mi familia entendieron mi elección», añade en hassania, el dialecto árabe que hablan los saharauis. La entrevista se desarrolla en el comedor de la sede de LMA, un cuarto sencillo y oscuro en el que sólo hay una mesa, un televisor, una nevera y un hervidor de agua para el café. Toufa y Mariam se enteraron del programa de LMA por un anuncio en la radio saharaui. «Nunca había estado en Tifariti, pero lo tuve claro desde el minuto uno», dice la primera. «Es un proyecto humanitario muy bonito. Nuestra labor contribuye a disminuir el número de víctimas de las minas», añade la segunda. «Para ellas es un gran desafío y, al mismo tiempo, una muestra de la fuerza de la mujer saharaui. Estamos muy orgullosos de ellas», afirma Ahmed Sidi Ali, director de LMA en el Sáhara Occidental. Tifariti representa la tierra prometida, el primer sitio al que acudir, si se llegase a celebrar el ansiado referéndum sobre la autodeterminación que la ONU viene prometiendo (y aplazando) desde hace ya tres décadas. «Por eso empezamos a limpiar esta zona. La seguridad es primordial para repoblar esta ciudad», dice Ahmed.
Hoy, 30 personas trabajan de forma estable en el Programa de Desminado de LMA. Otros tres equipos de seis realizan el trabajo de campo necesario para localizar y neutralizar las minas en la zona saharaui del muro. El resto de empleados se encarga de tareas administrativas y organizativas: hay desde un cocinero hasta un experto en tecnología y GPS, Aslan, un checheno que ha cambiado las montañas del Cáucaso por las dunas del desierto. También colabora un médico alemán. Ralf enseña a los miembros sanitarios del equipo a prestar auxilio en caso de accidente, ya que están constantemente en contacto con materiales explosivos. «Nuestro personal médico debe estar capacitado para estabilizar al paciente hasta que pueda ser trasladado al hospital más cercano», explica este hombre, que ha dejado durante dos meses su sueldo de médico en Suiza para colaborar con la ONG. En total, seis mujeres operan en la sede de LMA: tres en el desminado y, otras tres, en la administración. Su presencia no es casual. Según Ahmed, responde al deseo del Gobierno saharaui en el exilio de fomentar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, todo un hito para un pueblo musulmán. LMA se hizo eco de este planteamiento y, desde la radio saharaui, lanzó una convocatoria sólo para mujeres. Se presentaron 35 chicas, entres ellas, Toufa y Mariam. En cambio, Chaia Sidahmed Mohamed Lamin, la tercera operadora, se enteró del proyecto por un amigo. Esta mujerde 29 años, trabajaba como enfermera cuando se presentó a las pruebas de selección. Está divorciada y tiene una hija de nueve años que estudia en Argelia, como muchos niños saharauis que ya completaron la educación primaria en los campamentos de Tindouf. Esto no supuso ningún impedimento para que decidiera cambiar su vida y ocuparse del desminado de una de las zonas más peligrosas del planeta. «Tiene mucho valor, no teme nada, ni las explosiones», asegura Mohamed, el traductor y compañero de aventuras. «Sabemos exactamente la hora de cada explosión, nos la comunican vía radio», afirma Chaia con una gran sonrisa. «Conocemos a la perfección todas las medidas de seguridad. No hay que tener miedo», agrega Mariam.
Estas mujeres han dejado su mundo para enrolarse en un proyecto que conlleva muchos riesgos. Les mueve un fuerte compromiso patriótico. «Queremos ayudar nuestro país y salvar vidas», dice cada una su manera. En varios momentos de la entrevista, su mirada se pierde en la pantalla de la tele. Una novela en árabe capta toda su atención. Mientras siguen el capítulo con el rabillo del ojo, hablan de las minas como un tendero hablaría de pepinos. Para ellas, forman parte de la rutina. Todo en la sede de LMA recuerda la tremenda capacidad del ser humano para construir máquinas de muerte. Un mostrador recoge varios ejemplares de minas, bombas, granadas y cohetes. De las paredes cuelgan varios mapas de zonas minadas. Aslan y Ralf muestran una documentación sobre los accidentes registrados en la zona desde que arrancó el proyecto de desminado. El más grave ocurrió en febrero de 2007. Salek Mahmoud, un niño de 14 años, murió a consecuencia de la explosión de una bomba de racimo. Su hermano Said resultó gravemente herido. Hace un año, otro joven de 17 años fue alcanzado por la explosión de una bomba, aunque no falleció. «Al otro lado del muro también hay muchos accidentes con las minas, pero nadie los contabiliza», resalta Ahmed, el director del proyecto. En abril de 2008, dos nómadas resultaron heridos mientras intentaban recuperar su camello, que se había perdido en una zona contigua al muro, donde hay más minas. Por suerte, sólo murió el camello. Finalmente, el pasado 13 de octubre dos jóvenes de 22 años reportaron graves heridas en las manos y en la cara, al recoger una mina del suelo. Tras ver las fotos de las víctimas, el nivel de admiración crece. Sin duda, hay que tener valor para caminar sobre un terreno minado tan sólo con la protección de un chaleco y una máscara. El trabajo en el Sáhara es complejo y se articula en varias fases: reconocimiento visual de la zona; localización e identificación de los artefactos; señalización de las zonas peligrosas con marcas convencionales rojas y blancas; y finalmente, explosión de las minas y bombas todavía activas. Es una tarea que requiere mucha paciencia, porque hay que rastrear el territorio palmo a palmo con detectores de metales muy sensibles.
El problema es que los años de guerra y de alto el fuego militarizado han dejado el desierto plagado de una cantidad inimaginable de chatarra. El trabajo se ve dificultado por los acuerdos internacionales entre Marruecos, el Polisario y la ONU, que prohíben a los equipos acercarse a más de cinco kilómetros del muro, a la que se considera zona franca. Los miembros de LMA trabajan de lunes a domingo durante ocho semanas. Después, tienen dos semanas libres y pueden viajar a los campamentos para visitar a sus familias. La magnitud del muro, unida a la escasez de recursos de esta ONG, convierte la limpieza del Sáhara en una labor titánica. Hay que estar realmente motivado para no desanimarse ante una tarea, que puede durar décadas. «Es un orgullo estar aquí. Siempre soñé con ser militar y trabajar entre hombres, porque ellos van a la guerra», atestigua Chaia. No hay que olvidar que los saharauis, pese al alto el fuego de los últimos 17 años, conservan una mentalidad bélica y ven a Marruecos como su enemigo. Pero Chaia no desea que haya guerra. «Espero que el pueblo saharaui logre la independencia lo antes posible. Yo soy optimista», declara.
El pasado 3 de diciembre, 94 países, entre ellos España, firmaron en Oslo el tratado internacional que prohíbe las bombas de racimo. Son muy peligrosas, y hasta más mortíferas que las minas, porque contienen en su interior minibombas que quedan diseminadas por el territorio y explotan cuando alguien las pisa. Marruecos, que empleó estas armas en la guerra contra el Frente Polisario, no ha firmado el acuerdo de Oslo, al igual que EE. UU., Rusia, no ha firmado el Acuerdo de oslo, al igual que China e Israel. Tampoco ha suscrito la Convención de Ottawa de 1997, que prohíbe el uso de minas antipersonas. Se calcula que causan hasta 20.000 víctimas al año en todo el mundo y que, desde 1965, cerca de 110.000 personas murieron o quedaron mutiladas por la explosión de bombas de racimo. Más de la cuarta parte de ellas son niños, que las confunden con juguetes.
Ambos artefactos tienen un efecto indiscriminado sobre la población civil; obstruyen el desarrollo económico, en cuanto impiden toda actividad agraria; y ralentizan la reconstrucción de infraestructuras. Como ha quedado patente en el Sáhara Occidental, retrasan y dificultan el regreso de refugiados, y tienen un impacto negativo en la pacificación y la asistencia humanitaria.
Toufa, Chaia y Mariam preparan el té, como todas las tardes. Es el té del desierto y se toma tres veces en vasos diminutos. «El primero es amargo como la vida, el segundo es dulce como el amor y el tercero es suave como la muerte.» Como las minas, también esta ceremonia requiere tiempo y paciencia. Es una liturgia que se repite a todas horas en muchos rincones del desierto, desde las jaimas de los nómadas hasta los cuarteles militares.
La charla alrededor del té se torna cómplice. Toufa reconoce que echa de menos a su familia, «sobre todo a mi abuela, me crié con ella». Pero todas coinciden en que han encontrado una segunda familia. No les une sólo el trabajo y la lejanía, también el estilo de vida. En LMA no hay cuartos individuales y las chicas duermen juntas en una habitación comunitaria, sobre las tradicionales mantas del desierto. Aunque están encantadas con su trabajo, admiten que no está exento de dificultades. Lo peor, sin duda, es cuando pega el sol. «Con la máscara y el equipo protector, se pasa mucho calor», señala Toufa. También hay tormentas de arena y los extenuantes viajes por las rutas del Sáhara. ¿Dejó algún novio en los campamentos? Toufa baja la mirada y susurra con una sonrisa: «Son cosas íntimas». Nayat Mohamed Salem Sanusi, la secretaria del programa, 24 años y una belleza penetrante, se echa a reír a carcajadas: «Yo no tengo novio, pero si algún día hay boda aquí en Tifariti, te invitamos». Entra Safia Sidahmed, la jefa de finanzas. «Es otra víctima de la epidemia de soltería», bromea Mohamed. Safia es la que paga los sueldos, 300 euros al mes para jugar con fuego, nunca mejor dicho. Fue la primera mujer en LMA. «Al principio pensé en volver a los campamentos», dice esta chica de 28 años, «pero pronto cambié de opinión. Me arroparon y no dejaron que echara de menos a mi familia», agrega. Y Nayat nos despide solemne: «Espero que los lectores no olviden que aquí hay un país que lucha por la libertad».
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